Cabo Tiñoso, Murcia, 18/06/2009


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Por las ramblas arriba
las adelfas tapizan el valle
el romero perfuma el aire
la moscas, inevitables golosas, zumbaban
unos pocos pájaros silban entre los arbustos.
Por demás el lugar viste una lujosa soledad
barrida por la brisa,
las montañas de cabo Tiñoso
se alzan sobre el agua
cuando aún ésta dormita
en el regazo de la ensenada.
Es la hora del caminante
que baja por la senda
despertando a los guijarros
y pintando en su lienzo digital
los colores de la alborada,
para que no se le olvide que existen
mañanas así
como días al principio del mundo,
brisas que obligan a las adelfas
a hacer delicadas reverencias,
como un beso
como el temblor de una mirada
que posa levemente sobre otros ojos
que a su vez la están mirando.

Luego el camino desciende de lo alto
hasta la calma dormida del mar
y las olas despiertan
y saludan con la mano al caminante,
se alejan con un bye bye.

El caminante, el mar, la montaña
son una misma cosa,
caminan de la mano un par de horas
y luego el mar desaparece
y quedan las adelfas, el romero, las moscas.
Las nubes, elementales,
han ocultado el sol
y es placentero subir por la roca clara
con sus hoyuelos color café con leche
donde crecen pequeñas matas de romero
y estiradas adelfas carmesíes.




Esa necesidad, hitos en que apoyar el curso de la memoria; porque siendo que el vacío se lo traga todo, que quede al menos el perfume de esa mata de romero que alegró tu alma aquel día, aquella tarde en que el sol caía lentamente sobre la brasa del horizonte.



Como cada tarde
las olas vienen a mis pies con sus verdades,
hacen un pequeño ruidito,
tac tac tac tac
y se amansan sobre la arena
que escucha la monótona retahíla
mientras piensa en otra cosa,
los tiempo en que fue
alta montaña
cuando alimentaba el frondoso pino
o le cubría la húmeda hierba
de los altos prados
o acaso cuando todo a su alrededor
era silencio
y la luz llegaba aterciopelada
envuelta en húmedas y verdes estrofas,
lejanos tiempos
en que el aire era muy fino
y cada amanecer era despertarse
con las manos llenas de promesas.

Hoy subí a las montañas
para bajar después al mar
por el valle de las adelfas.
El mundo era nuevo
y la luz, que bajaba del cielo lentamente,
se fue instalando por los
rincones de los valles
mientras yo hacía el camino de los acantilados
donde minuto a minuto
despertaba el día
entre las flores y los cantos rodados.
Al fondo, en el mar,
flotaba una isla puntiaguda
a cuyos pies la mañana
hacía las abluciones de luz.

Luego hube de sortear
grandes peñascos
como gigantes decapitados
en el tumulto de una gran batalla de piedra.
Fue después cuado dejé
el mar a mis espaldas
y subí por las ramblas perfumada
por las flores,
cuando el calor
era ya un pesado fardo
que hacía penoso el camino
y el cuerpo desnudo de las montañas
había perdido su encanto
bajo el peso implacable del sol.

Y sin embargo todavía era necesario
atravesar el amplio páramo
y alcanzar las montañas
cuyas raíces se hundían abruptas en el mar,
y soportar la fatiga y el sol
hasta alcanzar de nuevo
lo alto de la sierra
donde las luces del alba
habían venido a abrir mis párpados,
arriba sobre la cumbre del cabo
donde una antigualla de otros tiempos
barrió con su fuego el horizonte marino.




















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