En el Parque Regional de Queyras




A una hora de Ceillac, 16 de agosto de 2017


La costumbre de no usar despertador y guiarme por la luz para levantarme hoy me despistó. El bosque, muy tupido, apenas dejaba pasar el sol y se me hizo tarde. Y el caso es que tenía una larguísima jornada por delante. El macizo de Queyras, que ya había atravesado, aunque por otra parte, hacía más de un década con Victoria, es un macizo particular de angostos valles en la parte inferior y que una vez arriba se abren en anchos páramos al fondo de los cuales siempre se puede ver una atrevida crestería, alguna que otra cumbre atractiva alrededor de las cuales grandes prados llegan hasta sus pies. Una vez superado el collado Garnier, al que se llega por una extensa pradería que uno no prevé tras un camino que ha sido trazado por rigurosas pendientes de roca y bosque, el sendero describe una amplísima curva sin excesivas bajadas o subidas para ir a parar al refugio Furfande, situado en un mirador de excepción sobre todas las montañas de los alrededores. Por un camino tan pacífico fue por donde recorrí los últimos capítulos de El rumor de la montaña, de Yasunari Kawabata. Me dio pena que se me acabara la novela. No es un relato que tenga un hilo argumental que te tenga pendiente sobre los sucesos, que puedas estar esperando un desencadenante. No hay nada de esto en la novela. Y precisamente por ello, porque el lector encuentra en el recreo de la atmósfera y de las emociones expresadas con extraordinaria sensibilidad y belleza lírica un modo de ser propio de una cultura tan peculiar como la japonesa, con la exploración de la soledad y la delicada relación con lo otros; por ello, decía, la lectura transcurre como si de continuo uno estuviera viendo una parte tras otra de un gran fresco de la vida cotidiana. Tan gratificante me es este autor que ya he puesto otra de sus novelas en la lista de espera de mis lecturas. País de nieve, se titula.


Mientras esperaba mi comida en el refugio empecé y terminé un librito de David Henry Thoreau; Los colores del otoño, era su titulo. Thoreau no es que me entusiasme literariamente, es que, como Kawabata, ayuda a afinar la sensibilidad y allí donde antes no veías nada significativo probablemente después de leerlos encuentres un nuevo placer. Estamos fuera de época, pero como el otoño es un tiempo tan sugestivo al que yo rindo culto últimamente viajando por los hayedos y los bosques de España con mi cámara dispuesta a recoger las mil y una maravilla que octubre y noviembre prodigan en los bosques de todo el mundo, no me vino mal este rato de lectura que naturalmente me transportó a dos otoños que alimentaron además de mi afición por la fotografía, también mi otra pasión, la de la escritura. Dejo aquí el vínculo del libro que publiqué hace un par de años, resultado de mis paseos por el otoño de la Península. 


Hoy, además, de estar de camino por el macizo de Queyras, hubiera parecido que me pasé el día en una biblioteca porque, terminado de comer y, mientras mi camino se hundía en el abismo del valle que lleva a Bramousse y pese al rigoroso y abrupto trazado del sendero, logré hablar un buen rato con Victoria y además comenzar y terminar una novela de Melville que acaso tiene algunas líneas de conexión con Kafka. Me refiero a Bartleby, el escribiente, una pequeña obra maestra traducida por Borges que consigue en un estilo preciso y minucioso crear un hilo de inquietud en lector a lo largo de todo el relato. Mi afición a Melville con dos lecturas de Moby Dick, y la obra Benito Cereno, me hace pensar de parecida manera a cuando hablo de Proust, que se uno necesitaría disponer de unas cuantas vidas más para poder dar cumplimiento a algunos deseos.


 Bueno, pues después de bajar hasta el mismísimo fondo del valle, donde rugía un caudaloso río, había que subir tanto como había bajado al otro lado del valle. Era demasiado para una sola jornada pero como había calculado mal y era mi culpa no tenía más que apencar con las consecuencias y enfrentarme al cuestón. Me proveí de cena en un gite d’etape y tiré para arriba. Fue a mitad de camino que empezó a llover. Paciencia. Cubre el macuto, ponte la capa de agua y parriba.

Llovía y allá abajo, tras pasar el collado de Bramousse, me pareció ver algo que podría servirme para guarecerme. Al final he ido a parar a un chamizo en ruinas que poco le falta para ser el mismo en donde nació una de mis novelas, Vivir en los bosques. Entonces era en Pirineos y había caminado por un extenso hayedo bajo un lluvia intensa cuando di con unas ruinas en donde había tres o cuatro metros cuadrados de suelo seco. En aquella ocasión arrastré una puerta de algún sitio del exterior y con ella me hice una cama. Recuerdo que pasé mucho tiempo junto a la puerta masticando despacio unos frutos secos y contemplando la lluvia. La tarde tenía un carga tal de melancolía con el hayedo chorreando agua, la niebla y la cercanía musical de un arroyo, que fue capaz de desencadenar por sí misma un largo texto cuyo contenido principal era la travesía del Pirineo a través del GR-10 francés.

La lluvia de esta tarde no tenía ningún carga emotiva, era simple lluvia, una lluvia de fin de jornada que después de dos horas paró y dejó que el sol posase sus últimos rayos sobre el macizo de Queyras. Mi tienda estaba seca y quise ahorrarme trabajo improvisando una cama entre las ruinas de este chamizo. La hice con cuatro tablones. Quedó algo bastante decente. A la mañana siguiente había quedado con Lucía y Quique temprano en Ceillac, de donde me separaban todavía cerca de dos horas. Sin tienda que recoger ganaría tiempo.



Ah, hoy cumplo mi segundo mes de vagabundeando por los Alpes y sin novedad en el frente, todo sigue de rosas, si hago excepción de una inflamación junto al tobillo izquierdo que está empezando a darme más lata de la esperada. Espero que ello no sea impedimento para que llegue sano y salvo hasta las mismísimas aguas del Mediterráneo. 








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