Camino del mar. Somos lo que hemos vivido, lo que amamos.





Laredo, 30 de octubre de 2017 

Por los bosques de Valderejo y Bóveda amaneció tristemente lloviendo. El agua caía silenciosa y sin ruido como una nana que a la mañana invitara a seguir arrebujado y caliente bajo el saco de dormir. Delicada delicia la del agua escurriendo por los cristales, que yo adivinaba con los ojo cerrados ovillado todavía ya tarde porque la lluvia era la señal para no levantarse y dejar campar gozosa a la pereza hasta la hartura o hasta que el chocolate y los churros estuvieran dispuestos sobre mi mesa del desayuno o acaso hasta que entre las plumas de saco de dormir se hubiera extinguido  el eco de alguna dulce fantasía. 

Y despertar al fin y vestirse y adivinar el Alto de las Arrayuelas de Valderejo, allá en lo alto tras la Cortina de niebla y el bosque de las hayas adormecida de lluvia. El patio de nuestra choza verde mohíno y su sendero dorado con su alfombra de hojas secas. Y el menda en pantuflas de andar por casa bajo la lluvia, confundido todavía de choza y de lugar, respirando la mañana vasca, el color apagado del plumaje ya casi del mediodía. Hora que sé porque instantes después una foto que hice de la iglesia dejó impresa sobre el fondo de mi cámara el reloj del campanario.

Hoy no habría paseo. Cancelado por mal tiempo. Más adelante tendremos que instalar en nuestra chozacar una secadora. Eso le digo a la parienta, que caminar con la lluvia es bonito y gratificante pero que a ver cómo secamos después la ropa, hoy que si llovía nos habíamos prometido seguir una ruta alternativa, ruta gastronómica por las orillas del Cantábrico. 

Se lo decía hace un rato al amigo Jorge, que es de por este valle y tiene casa en Bóveda, que llovía, pero que todo el enterito valle estaba bonito a rabiar. Que conducir despacio por estas carreteras camino de Laredo, visto que la lluvia se había instalado en nuestro otoño, era un placer de mucho gusto. La niebla en los altos, los bosques radiantes, el suave runrún de la calefacción de la furgo, el calorcillo perezoso del cuerpo satisfecho. Diantres, sí, pero qué bonito estaba todo: la carretera y sus ondulaciones, los pueblos saliendo de la blancura cenicienta de la niebla, un campanario, un tractor arando una tierra oscura color chocolate.

Uno, mediatizado por lo primeros viajes al norte, cuando veníamos a Picos de Europa, un tiempo en que era obligado acercarse a Santander o a algún pueblito de la costa a comer sardinas asadas o cualquier tipo de pescaditos, sugirió que buscáramos una taberna de un puerto para tal menester, pero como había que matar cuatro o cinco pájaros más de un tiro al final elegimos el primer restaurante que tuvimos a tiro en la playa de Laredo. 

Tras la comida, y dado que la chozacar no tiene todavía lavadora :-), buscamos primero, una lavandería; después una óptica, porque mi chica esta mañana había salido a fumarse su acostumbrado cigarrillo matinal y sin comerlo ni beberlo había tropezado y se había ido al suelo de narices; ella no se hizo gran cosa, llenarse la cara de barro, pero sus gafas quedaron como un churro y mi chica sin gafas no ve un pimiento, así que derechito a la óptica; más tarde una peluquería para un servidor que después del rapado al dos que me hice yo mismo en el mes de junio para marcharme a los Alpes no había pisado una y ya no se me veían ni las pestañas con un flequillo a lo Puigdemont que parecía una Cortina sobre mi frente; y tercero o cuarto, no sé yo, localizar un butanero que nos abasteciera de gas.

Y cómo no, llegó incluso la hora de dar una vuelta por la playa. Mis recuerdos de último paseo por aquí, un paseo de unos ochocientos kilómetros, creo, por el Camino Norte de Santiago, eran unas dunas allá donde la playa (¿Cómo era aquello? “Allá, en las tierras altas,/ por donde traza el Duero/ su curva de ballesta”, Machado dixit) traza su curva de ballesta hacia la ría de Treto. Unas hileras de dunas que a la hora tardía en que llegamos ya fue imposible buscarles las cosquillas para sacarles alguna fotografía que mereciera la pena. Y como las dunas no, nos fuimos hacia el mar a ver si caían algunas gaviotas, el ribete de alguna ola, un barco en el horizonte, el color de algunas nubes pintando el cielo. 

A última hora encontré esta cita de Chateaubrian entre mis notas: «Cada hombre lleva en sí un mundo compuesto por todo aquello que ha visto y amado, adonde continuamente regresa, aun cuando recorra y parezca habitar un mundo extraño». Quizás venga a cuento. Años atrás hice a pie toda la costa del Cantábrico, incluida la gallega desde Vigo, y hoy me esforcé en resucitar alguno de sus tramos, incluido mi paso por Santoña y Laredo. Al decir de Chateaubrian, yo y todo lo que he caminado, visto y amado conmigo va, mi corazón los lleva; de ahí esa pequeña inquietud que me asaltaba hoy intentando rescatar de la memoria el desembarco al otro lado de la ría de Santoña, las dunas, cierto albergue de aspecto señorial. Yo regreso cuanto puedo allí donde fui feliz. Y creo que muchos de mis compañeros de montaña de mi generación hacen otro tanto a menudo cuando en las redes resucitan lugares, daguerrotipos, instantes que fueron la sal de la vida de su juventud y que por tanto lo llevan en sí, son parte ineludibles de nosotros mismos.

Antes de acostarme me fui a dar las buenas noches al mar. Al mar junto al que dormí tantos meses y que daba descanso a mi largas caminatas junto a sus orillas, el Atlántico, el Cantábrico, el Mediterráneo, el mar que vi y amé y al que esta noche oigo bramar en la oscuridad, al mar que como las tormentas es capaz de aquietar nuestros sentidos con el furor y la majestad de su música. Y no me resisto a terminar este post sin aquellos iluminados versos de Keats;


SOBRE EL MAR

Vosotros, que tenéis vuestros ojos cansados e irritados,
haced que se recreen ante la vasta inmensidad del mar.
Vosotros, que tenéis el oído anegado en roncos gritos,
cansados de las mismas melodías,
sentaos cerca de una de esas grutas del mar, y ensimismaos
hasta que os sobresalte algo así como un canto de sirenas.






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