La Dehesa Bonita (Somosierra). Estados de gracia.


Horcajo de la sierra, 14 de octubre de 2017

La Vía Láctea cruzaba el cielo sobre las siluetas oscuras de los robles. En el zenit el Triangulo del Verano señalaba hacia el pico de la Miel. Lejos el ruido sordo de la autovía servía de fondo al canto de algún grillo despistado que todavía no se había enterado de que el verano había concluido. La chozacar yacía más allá en la oscuridad con su dueña dentro empeñada en hacer meditación trascendental a costa de su hija (cosas de Freud y del complejo de Edipo, quizás).

 Mirando la noche intentaba aislarme tratando de acercarme a ese estado al que me refería el último día. Pero no estaba mi ánimo para postrarme de hinojos, como preconiza a allí a fin de entrar emocionalmente en materia, algo así como imaginarme que es el primer viaje que hago en mi vida, el primer otoño que visitan mis ojos (ay, quien pudiera resucitar esas primeras emociones, esos primeros encuentros de cuando el mundo estaba por estrenar y visitar Ordesa en otoño o escalar la Pique Long en el Vignemale era un sueño que duraba la primavera entera). Todavía muy cerca de Madrid. Sentía que todo estaba demasiado cerca, que todo resultaba demasiado conocido y accesible. Al pasar por La Cabrera era imposible imaginarse aquel primer recorrido por sus cumbres después de un viaje en ferrocarril que nos dejaba en Valdemanco. Por cierto, ¿quiénes eran los compañeros de aquel primer viaje, ¿César Casquet, por entonces estudiante de Geología; Gustavo Adolfo Cuevas fotógrafo de profesión, Emiliano de Diego, aspirante a yogui? ¿Quién puede imaginar ahora que aquello constituyera para nosotros un viaje a lo desconocido, unos tiempos en que fuera de la Pedriza, Galayos o el Circo de Gredos casi todo lo ignorábamos?

 Tarea imposible la de querer recuperar los estados emocionales que las montañas o los viajes de medio siglo atrás nos procuraban. Pero bueno, se hacía lo que se podía, y para ello, aislarse en medio de la noche y pasear la vista por las estrellas y por la silueta que los robles dibujaban sobre el horizonte, parecía un modo pertinente. Seguro que pretender arrobarse frente a la inmensidad de mi pequeñez ante el infinito de la noche, o recuperar las sensaciones de aislamiento y soledad de otros momento eran casi una broma. Me senté allí en una silla plegable con el romo propósito de despertar “algo”, pero era tarea imposible. Ni siquiera terriblemente enamorado, como especulaba días atrás, era posible salir todavía de la calma chicha de quien saciado de correr mundo encuentra cada vez más difícil recuperar esos estados de emoción que en los años de ejercer de pioneros, así nos sentíamos entonces, convertían nuestras actividad en un acto de gozosa afirmación y en un descubrimiento permanente.

 Exagero. Posiblemente. Pero sigo prendado de aquella idea de que no hay gozo posible, o al menos suficiente, si uno no tiene una especial disposición anímica. Recordaba hace un instante a Reinhold Messner cuando después de todos los preparativos de una expedición, tras aterrizar en Nepal, decide que no está espiritualmente preparado para la empresa que deseaba emprender y, dando media vuelta, se vuelve a casa a la espera de que su ánimo esté en condiciones. Yo bromeaba con eso de pedir a la virgen de rodillas el advenimiento de tal cosa, que es como intentar mentalizarse y ponerse en las condiciones idóneas para… lo que sea; sí, que hasta un buen revolcón necesita de un clímax y unos prolegómenos que nos preparen para entrar con buen pie en los reinos de los cielos.

 Ahora se ha hecho el silencio en nuestra chozacar, Victoria duerme el sueño de los benditos y el silencio de la noche apenas lo perturba la aburrida cantinela de un grillo. Nos dirigíamos al puerto de la Quesera en busca de nuestro primer otoño, el hayedo de la Pedrosa, en las cercanías de Riofrío de Riaza, y yo en realidad con el escondido propósito de subir al pico del Lobo, pero de camino he terminado de rendirme a la evidencia de que el esguince que me hice en Gredos luchando a brazo partido  con los retamales no está ni muy mucho menos curado, con lo que hemos sustituido nuestro paseo al pico del Lobo con una tranquila caminata por la Dehesa Bonita y El Chorro, en las cercanías del pueblo de Somosierra.

 Puerto de la Quesera, 15 de octubre de 2017

 Quizás no hubiera sido necesario madrugar para un paseo de tres o cuatro horas; pero como sonó el despertador fue necesario levantarse, no fuera a ser que sucediera como en casa últimamente, que cuando suena el despertador parece que lo hiciera para invitarme a dormir más profundamente. Teníamos nuestras dudas sobre la ruta que habíamos elegido, la Dehesa Bonita de Somosierra, pero la verdad es que resultó un hallazgo. Desde la carretera no es posible imaginar que allá, sobre una ladera aparentemente trivial, se escondiera un bonito bosque en el que emplear una mañana de paseo. Lo primero que uno encuentro en este pequeño mundo otoñal es un pequeño arroyo acompañados de fresnos y robles que ya se han vestido para la fiesta del otoño. Avellanos, acebos, unos bellos y enormes ejemplares de abedul, algunos robles que como señores del lugar se erguían entre sus semejantes como recios representantes de la especie. También encontramos un gran ejemplar de sorbus aria, que un cartelito indicaba como árbol singular de la Comunidad de Madrid. 

A mitad del recorrido se encuentra un rincón especialmente bello, un pequeño valle alfombrado del dorado lobulado de las hojas de los robles con algunos cortados de roca por cuyo fondo canta un perezoso riachuelo adornado de lentejuelas color miel.

 Fue corto nuestro paseo de hoy. Desde el puerto de Somosierra nos fuimos directamente al hayedo de La Pedrosa y al puerto de la Quesera. Rápidamente para que no se nos calentaran las cervezas. Hace una temperatura increíblemente agradable y la cerveza tras el paseo entra como un bendición.


Vínculo al recorrido en Wikiloc. 








No hay comentarios: