En La Pesanca. Parque Natural de Redes.



La Pesanca, 5 de noviembre de 2017 

Amanece lloviendo. Lo hizo toda la noche. Caliente, con los pies dentro de las pantuflas, miro la lluvia, el tapiz dorado del suelo, los árboles medio dormidos. Ambiente de cabaña de bosque. La puerta abierta, la música del riachuelo cercano el fondo de este concierto matinal, los altos risco, grises, tristes y cabizbajos bajo el peso de la lluvia. Mi cámara duerme inquieta en su cestillo de mimbre esperando como un perrillo de lana que la saque a pasear. Ella no entiende que en el momento que salga fuera terminaré empapado, le interesan las fotos, sólo sabe de las cosas bonitas y de los paisajes hermosos y de ahí su nerviosismo. Me lo está diciendo desde hace un rato, vamos tío, sácame de paseo que el bosque está precioso y hay que fotografiarlo. Y mi cámara, a la que he vestido lujosamente comprándole un objetivo nuevo el otro día en Gijón, asoma la cabeza por el cestillo y me mira asombrada de que no me ponga el chubasca, agarre el paraguas y me eche al bosque a darle de desayunar con esos pequeños rincones de delicados verdes de los troncos, con los saltos de agua, con el suntuoso tapiz de hojas que todo lo cubre. Paciencia, amiga, le susurro al oído, vamos a esperar a que escampe un poco, sólo eso. Y mientras tanto sigo con el oído y la vista este allegretto que suena más allá de nuestra choza con ruedas.

Y tras el chocolate con churros llega la hora de ponerse en marcha y fuera chirimirinea, pero ya nada más salir de la choza hay que pararse porque la cascada, los árboles verdes, la profundidad del riachuelo hinchado y saltarín requiere de nuestra atención y especialmente la de mi cámara. No se puede caminar en un paisaje como éste porque todo llama la atención e invita a pararse a mirar aquí y allá y un itinerario de cinco horas se hace de diez. Llueve a ratos, pero he conseguido apañar el paraguas para tener las manos libres y atender así a mi cámara fotográfica que, orgullosa con su nuevo objetivo Tamron 18-270 va de acá para allá, como una chica con su traje nuevo de domingo camino de la iglesia, tratando de recoger todo el juego que da el maridaje del arroyo, las hayas, los colores que como farolillos chinos cuelgan de las ramas, los verdes que trepan por los troncos y las concavidades de los taludes. 

Dos prominencia envueltas en la niebla se elevan al final del valle, una al norte y otra al sur, el Vizcares y el Maoño respectivamente. Según el mapa, para llegar a la segunda hay que subir por el cañón del Infierno, un valle lateral a la derecha. Es una posibilidad si el tiempo no se pone muy cabezón. Mientras tanto seguimos nuestro paseo por una estrecha pista, a veces con barro hasta lo tobillos. Las pequeñas cascadas y estrechamiento rocosos se suceden a cada momento; la niebla mientras tanto se pasea por las alturas, incluso por unos minutos sale el sol que ilumina repentinamente las hojas de las hayas y los robles que oscilan como los últimos de Filipinas en las ramas esperando que un golpe de viento las arranque de las ramas. 

Mientras recojo el trípode que me había ayudado a tomar una fotografía del oscuro ribazo del río en donde había descubierto que oscilaban algunas laminas de oro sobre el brazo desnudo de un haya, oigo contestar apesadumbrada a Víctoria a una pregunta que le había hecho mientras ajustaba una baja exposición en la cámara para recoger el movimiento de un salto de agua: “no, no se cuánto va a durar”. Hablábamos de un amigo común al que un cáncer le está haciendo de las suyas desde hace tiempo. Nos detenemos, hacemos una foto, caminamos un rato, volvemos a la conversación abandonada, nos paramos de nuevo ante una rama cubierta por barbas de viejo caída sobre una roca cubierta de mullidas algas. Pero el tema sigue ahí, tan real como la vida misma, el mismo cáncer que se llevó a mi madre y que penetra inesperadamente en cualquier hogar y lo llena de espanto y zozobra. Cuando surgen estos temas parece como si no cupiera otra cosa que encogerse de hombros y seguir adelante. Lo que hasta hace unos años era un absurdo, la muerte como algo incomprensible e inasumible, lentamente va adquiriendo en uno calidad de realidad cotidiana. Esa infinitud con que se nos aparece la vida cuando somos jóvenes, poco a poco, según vamos despidiendo a un amigo junto a los cipreses o nuestros padres no van diciendo adiós, haciendo crecer así día a día la densidad de nuestra soledad, y la evidencia de que la muerte se va aproximando, poco a poco se estrecha y, como esas hojas que bailan su último tango al ritmo de la brisa de la tarde, miramos las honduras del arroyo que tenemos debajo, las hojas amigas ya sobre la graba del camino. Miramos y las palabras no llegan a nuestra boca, porque no hay palabras posibles para el instante, para esa hora de la verdad que se cierne con mayor o menor constancia a nuestro alrededor. 

También en el bosque está omnipresente la muerte. Junto a la extrema belleza de esta naturaleza que reviste de musgoso verde los troncos y los roquedales y que siembra de esplendor los valles y los ribazos de los arroyos, hayas y robles centenarios yacen junto a sus semejantes en íntima fraternidad. Vida y muerte; nacer, crecer, multiplicarse, morir; el eterno retorno viene a estos bosques a explicarnos las cosas simples de la vida que tanto nos cuesta asumir. 

Trepamos monte arriba. Tropezamos con un cartel que decía: “Monte privado. Prohibido el paso”. Bendita propiedad privada que hasta el aire tratarán algún día de privatizar. Más adelante una cancela y un candado nos quisieron cerrar el paso. No fue necesario sacar la radial, saltamos por encima. Hoy no llevábamos caballo como en lo tiempos de recorrer España con Ramón y su rocín, en que algunas veces había que recurrir a los alicates y otras al serrucho para hacer frente a la cazurrería de los puntillosos “propietarios” (comillas porque habría que ver si es posible en una sociedad normal eso de que lo montes sean propiedad privada). 

Seguíamos un track, pero cuando trescientos metros más arriba, en la cota de los mil metros, echamos manos del gps descubrimos que el tal track era una fantasía de la imaginación de algún senderista. El track cortaba por unos paredones inaccesibles. De todos modos el bosque estaba bonito y cuando se abrió la vegetación las montañas en lo alto presentaban un aspecto pictórico y bonito. Nos dimos la vuelta a las dos de la tarde. El pico del Maoño puede esperar para otro otoño.




















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