¿No serán los recuerdos una de las mejores cosas que tenemos?



Playa de Portezuelo, Luarca, 7 de noviembre de 2017 

Seguimos esto días, aunque en sentido inverso y en coche, la línea de la costa que hiciera años atrás a pie recorriendo el Camino Norte de Santiago. A la vez releo el libro que resultó de aquella caminata entre Santiago e Irún. La mezcla de ambas situaciones, el camino, un invierno del 2013, y el recorrido otoñal de ahora mismo está proporcionándome un especial placer. Ahora, que dedico todas las noches antes de meterme en la cama un buen rato a rememorar aquel invierno mientras en mi mente permanecen los paisajes por donde hemos caminado por la mañana junto al mar, la ebullición de los recuerdos -nada de carpe diem y de ceñirse a vivir el presente-, el invierno, la lluvia, un día en que me vi obligado a caminar todo el santo día por una carretera nacional porque los caminos estaban terriblemente embarrados, vienen a mi memoria como hijos llegados de las lejanas tierras del tiempo a hacerme compañía mientras me preparo para el sueño acompañado, hoy también, por la lluvia que repica sobre el techo de nuestra furgoneta; y su compañía me es tan grata que me digo que si acaso las cosas no serán muy distintas de lo que nos han hecho creer a menudo con eso de que ni el pasado ni el futuro existen, que sólo importa el presente.  Y es que no hay noche en que por una u otra razón se me dibuje una sonrisa en los labios, suelte una carcajada o me bañe melancólicamente en algún paraje especialmente emotivo al que la lectura me lleva. 

Voy conduciendo por algunas carreteras de la costa y de golpe se me va el pie al freno; coño, si aquí fue donde me encontré a la lituana, aquella joven medio loca que besaba todas las fotos que colgaban en las paredes del albergue donde aparecía el papa o la virgen; y aquí, en Villaviciosa, donde me enamoré de Marichu, la guapetona moza de grandes ojos azules que me encandiló hasta los huesos y con la que pasé acurrucado una noche como Zeus en los brazos de Hera cuando sumidos en floridas nubes folgaban y dormían apaciblemente mientras troyanos y la banda de Aquiles se rompían el espinazo; y el paseo posterior en compañía de tan recia moza a través de los roquedales de la costa astur durante un par de días. ¡Ah, días aquellos que refrescan el alma y endulzan el tiempo de la distancia! Y más, y allí donde me reí tanto de Ramón cabalgando en su rocín porque venía hecho un Cristo mojado hasta los huesos mientras que un servidor salía medio borracho del restaurante de la esquina, el amigable Ramón con quien recorrí aquel invierno media España junto a su caballo Vermell y su perro Dor; y enseguida los dos riendo a carcajadas a las puertas del albergue de Ribadesella, él empapado y yo séquito, porque hasta esas cosas nos hacían gracia, tanto o más cuando se trataba de conquistar alguna Dulcinea que se nos aparecía en algún pequeño albergue de alguna aldea de la Ruta de la Plata; Ramón, el caballero andante ligón y un servidor, el tímido recalcitrante, amén de estrábico y sordo como una mula, vamos, todo un adefesio, al que en ocasiones similares se le subían los colores a las mejillas pero que no por eso dejaba de usar la galanterías pertinentes que la situación requería a fin de que el caballero andante no se llevara las tajadas más sustanciosas de la cosa. Y aquellas lomas que circundan Gijón que atravesé todas cubiertas de nieve, mientras leía al magnífico Andrea Camilieri en su bella obra El beso de la sirena. Y las tardes noches en los albergues, la gente del camino, el paisaje nevado como una enorme estepa rusa al norte de Zamora, cuando aquello parecía una larga secuencia del Doctor Zhivago camino del destierro. 

Cuentos para sentarse junto al fuego de la chimenea y echar toda la noche en una larga charla mientras fuera el viento y la nieve golpean contra los cristales de la cabaña. Cabaña de bosque, choza con ruedas, un lugar donde mirar la vida y el pasado mientras se comparte un culito de whisky frente a las llamas. Un día debería ser posible encontrarnos, así, alrededor de la hoguera de loa recuerdos; ¿te parece, Ramón; Marichu; Manuela con quien paseé una bonita mañana de niebla entre las ruinas de Mérida a la orilla del Guadiana; Manuel Coronado el andarín; Franz, aquel ermitaño que caminaba sin rumbo por tierras catalanas y con quien departí largamente sobre filosofía oriental; tantos amigos que quedaron en lo caminos aquel invierno? 

Este año queremos visitar a en Galicia, veremos como anda el tiempo, a un amigo de los caminos, Sergio, al que sólo conocemos a través del ciberespacio, un gallego de mi edad que encontró mis relatos en Internet y ni corto ni perezoso, tomando el ejemplo de Ramón y un servidor, tomó de las bridas a su yegua y se echó al camino para seguir las huellas de los innumerables andarines de los Caminos de Santiago. Nos hemos prometido compartir una cerveza y charlar mientras tanto de esta pasión que consiste en ir de un lado para otro del mundo emborrachándose con los vientos y las lluvias, el sol o los ojos bonitos de una moza que se cruzan en nuestro camino.

Primero las lluvias nos echaron de las montañas de Valderejo y nos marchamos al mar de Santoña; de allí volvimos a los bosques del Parque Natural de Redes, donde volvimos a encontrar la lluvia, pero también un bosque precioso. Regreso al mar, pues, y a las caminatas por lo acantilados. Ahora Somiedo llueve demasié, así que de momento, mientras escapa hemos puesto rumbo a Galicia y pasamos los días descubriendo pequeños rincones de la costa. Hoy, tras pasar por la playa Aguilar, donde pernoctamos, y caminar hasta el cabo Busto, recalamos en una agreste playa donde las olas superan los cuatro metros de altura, la playa
Portezuelo, junto a Luarca. 

Y de tanto darle a las teclas del teléfono casi se me ha pasado mi hora de la lectura de Tolstoi, con quien estoy recuperando el viejo hábito de las largas tardes de leer, lectura sin pausa, detallista, donde todos y cada uno de los personajes han de pasar bajo el microscopio del autor para da cuenta de sus vidas, donde las ideas de un mundo nuevo y más justo que el autor esboza a través de su protagonista, caldea una esperanza semiperdida y, sobre todo donde uno encuentra ese leer sin prisas un gran tocho, cosa cada vez más difícil en estos tiempos que corren y en donde todos parecemos querer dejar atrás de continuo nuestra sombra. Resurrección, es el título de la obra. 

Fuera, el bronco y estruendoso fragor de las olas; dentro de nuestra acogedora choza el confort, la lluvia repicando sobre el techo. Victoria estudia un libro de música, yo escribo. Un ambiente muy hogareño; el otoño hace sus deberes.











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