La noche del loro





Cernache, 20 de febrero de 2018 
Etapa Alvorge – Cernache
  
Las cuatro y cuarto de la madrugada. Era inútil intentar seguir durmiendo. Los mosquitos o las pulgas que habían merodeado discretamente por mi cuerpo toda la noche, a última hora se habían cebado tanto en mis pies que tuve que optar por levantarme. Tenía además la resaca de un trabajoso sueño que me estaba dejando el cuerpo muy cansado. Había salido muy temprano del albergue y el sendero ascendía las laderas de una montaña como si tuviera que rodearla. Seguía confusamente las señales amarillas por una empinada pendiente hasta que, llegado a un altillo en que el camino daba vista a la ladera opuesta, la pendiente se hacía muy abrupta. Toda ella estaba cubierta por grandes telas como sábanas de centenares de metros que cubrían la montaña desde lo alto a sus pies. Por alguna razón de la que el sueño no da cuenta, dejé allí mi macuto y me decidí a afrontar aquella ladera descendiendo la misma agarrado a las sábanas como si de un rápel se tratara. Cuando llegué abajo después de liarme un notorio número de veces con las telas, la sensación de absurdo me envolvió. No servía de nada haber descendido aquella montaña porque de algún modo tendría que volver a por mi macuto donde guardaba todo lo necesario para seguir mi peregrinación. Quizás estaba amaneciendo y Dante apareciera tras una roca para ayudarme en esto que se me parecía la laguna Estigia. No obstante, mis pasos, ajenos a mi voluntad y cargado con claras razones que yo desconocía, emprendió el camino del albergue de donde había salido minutos, horas, quién sabe cómo se mide el tiempo en los sueños. Ahora mi angustia era mi macuto abandonado en algún lugar impreciso de aquella extraña y agreste montaña. Pero allí estaban las pulgas para con su incordio y molestias para mis pies traerme la tranquilidad a mi cuerpo que, aunque picoteando no tendría que subir ninguna montaña ni buscar ningún macuto en sus laderas. A Dios gracias, sólo era un sueño, yo dormía en la parte alta de una litera y mi macuto estaba allá abajo al alcance de mis manos. 


Hoy anduve antes de que amaneciera. Hacía frío. Pasé por un par de pueblos como un fantasma en penitencia. Todos los perros del camino me ladraron. Más de una vez tuve que agacharme para coger piedras del suelo ante la amenaza de unos ladridos cercanos que salían de la oscuridad de la noche como si sus dueños fueran a saltar ya mismo sobre mí.

Cuando el sol estuvo a dos dedos del horizonte, en esta mañana tan fría me tumbo en el camino  tratando de dar algún alivio a mi espalda. Desconecto la voz del lector que, como cada mañana, me lee pacientemente las páginas de El libro del desasosiego. El sendero son dos rodadas de arcilla roja y un pequeño promontorio de hierba entre ellas. Una capa de rocío cubre todo lo que no sean las rodadas donde acomodo mi cuerpo. Tumbado dejo que el sol me llegue a la cara a través de mis piernas abiertas. El sol. Ah, el sol.


Como algo, unas barritas, un poco de pan y chocolate, los restos de un bocadillo, y cuando continúo el camino vuelvo a enfrentarme a la impúdica sinceridad de Pessoa que sin que le tiemble la mano escribe: “Yo nunca he amado a nadie”. Frecuentemente la lectura de Pessoa aparece como un canto a la tristeza y a la desesperanza, un orgulloso canto a la soledad en la que el autor, de hecho reñido con el mundo, va depositando con una prosa brillante y autosuficiente las gotas de su propia sangre con aspecto de hiel: “Mi vida, tragedia fracasada bajo el pateo de los dioses. Amigos, ninguno. Sólo unos conocidos que creen que simpatizan conmigo y que tal vez sentirían pena si un tren me pasase por encima y el entierro fuese un día de lluvia”.

Y mientras mi sendero atraviesa un pequeño valle entre dos alturas del terreno donde crecen los brezos y algunos pinos, Pessoa continúa: “El supremo estado honroso para un hombre superior es no saber quién es el jefe de Estado de su país, o si vive en una monarquía o en una república. Toda su actitud debe ser situar al alma de modo que el paso de las cosas, de los acontecimientos, no le incomode. He rechazado siempre que me comprendiesen. Ser comprendido es prostituirse”.

Pero, ¡atentos!, que no todo es sólo es soledad, desapego de lo otros, también hay un orgullo y un desprecio que a uno lo encoge por dentro y le hace susurrar para su coleto que Pessoa era un cretino. Esto que me encontré cerca de Condeixa-a-Nova: “Recuerdo, con tristeza irónica, una manifestación de obreros, hecha no sé con qué sinceridad (pues me cuesta siempre admitir sinceridad en las cosas colectivas, visto que es el individuo, a solas consigo mismo, el único ser que siente). Era un grupo compacto y suelto de estúpidos animados que pasó gritando diferentes cosas ante mi indiferentismo ajeno. Sentí súbitamente una náusea. Ni siquiera estaban suficientemente sucios. Los que verdaderamente sufren no se hacen plebe, no forman conjunto. Lo que sufre lo sufre solo… Corrían como la basura por un río, por el río de la vida”. Ganas me dan de dejar aquí mismo la lectura de Pessoa. Esta egolatría, como cantara Machado de una Castilla ayer dominadora que envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora, resulta insultante para la inteligencia y coloca a Pessoa en la situación de un enfermo con necesidad de asistencia médica. Cuando lea esto mi amigo Jorge Túa o mi amiga de Mérida seguro que me echan un rapapolvo.


Y saliendo del café de la media mañana de estos últimos días leo un nuevo email de mi amiga desconocida que me escribe camino del ambulatorio y me atribuye haber llegado yo a alguna conclusión de algo que no recuerdo, y yo, que soy tan poco dado a las conclusiones como no sea para poner a Pessoa de vuelta y media por algo que leí hace un rato, le contesto que hombre, tanto como llegar a una conclusión es mucho decir, que uno escribe, que no es poco, como en el amanecer de la película de Cuerda, pero de conclusiones nada, o leo por encima o mejor uso a voleo lo que me llega según el rumbo y vuelo de lo que me viene al magín. Si fueras azafata, le escribo, del avión de mi imaginación el lugar en donde fueras a pernoctar al final del vuelo sería siempre incierto, ¿Ítaca, Macondo, Sandokan, esa isla del Mediterráneo de un cuento de Cortázar que el pasajero ve asomar por la ventanilla del avión y de la que se enamora al punto de pasar a ser su futuro hogar, el aeropuerto de Islandia a donde mi amigo Paco vuela estos días para ver la aurora boreal?
Francisco Umbral escribió su crónica diaria en los periódicos mientras iba a comprar el pan. Ya veo que tú haces algo parecido mientras vas al ambulatorio. Espero que no sea un despiste y, habiéndote despertado a medias, hayas confundido el ambulatorio por el aeropuerto (y aclarar para que esto no suene raro que mi amiga desconocida es azafata). No te preocupes, es que hoy ando un poco lunático, el otro día no me dejaron dormir las gatas y hoy a las cuatro de la mañana me he tenido que levantar porque no resistía ya el picor de las pulgas (por cierto, el albergue estaba limpio y ordenado). Todo lo cual hace posible que pueda escribirte todo esto caminando a una velocidad media de cuatro kilómetros y medio por hora. Días hubo en que he sido capaz de cascarme un post de más de mil palabras a esta velocidad con diez kilos a la espalda.
Respecto al florecimiento de los almendros que me dices apuntan ya por Valencia, te digo que en mi casa dejé varios con las flores a punto de brotar. Cuando las hojas abandonen sus ramas y dejen el suelo cubierto de nieve, le puedes decir a tu jefe que nos preste un bicho de esos que vuelan y nos vamos a Japón a pasear entre los ciruelos. Es imposible leer un libro o ver una película japonesa sin que estos o la pirámide nevada del Fujiyama aparezcan, así que la cosa debe de ser digna de ver, como decía Santa Teresa.

Y como era de esperar, caminando a cuatro kilómetros y medio por hora y escribiendo a la vez a mi amiga desconocida sucedió lo que tenía que suceder, que me pasé dos pueblos de la última señal amarilla y me tocó rehacer parte del camino.

En Cernache un número dado por teléfono actuó como abracadabra para abrirme el albergue. Estos albergues son heladores. Es imposible estar en ellos a gusto si no te encuentras sumergido hasta las orejas  bajo tres o cuatro mantas. Según avanzo hacia el norte observo bajar cada vez más la temperatura. En compensación veo que las distancias entre etapa y etapa se aligeran: hoy veintiséis kilómetros y mañana, que llego a Coimbra, no llegan a doce.

Otras publicaciones del autor:
http://albertodelamadrid.es


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