El perfume del pasado. El Navi, un aniversario más.

 


Canto Cochino, 17 de abril de 2024

Tumbado panza arriba en un prado cercano a Canto Cochino contemplo las nubes que vuelan sobre Peña Sirio y el Yelmo. Descanso obligado después de un largo día de encuentros, conversaciones a varios bandos, recuerdos, batallitas y puesta al día con unos y otros desde nuestra última comida de grupo. Ahora es el tiempo de vuelta al silencio. La música pide silencios. El silencio evoca la música. La acción necesita de la inacción para que aquella cobre la intensidad de lo vivido y esto a su vez se sedimente sobre el ánimo. Limo ello del fluir del tiempo en contacto con la realidad.

Giro la cabeza y veo allí al fondo el Pájaro sinónimo de un tiempo casi remoto, tan remoto como ese otro que narraba durante la comida Chavo. Chavo, le dije, ¿sabes?, echo de menos todos esos relatos de más de medio siglo atrás, las historias de los primeros encuentros con las emociones, las que nos pusieron en contacto con el largo hilo de sensaciones que iban a acompañarnos desde la adolescencia hasta hoy mismo. Chavo hablaba con pasión de esos doce, trece años en que bendecido por una libertad y autonomía extraordinaria cargaban él y los amigos de su edad con una cuerda de cáñamo, unos clavos, una maza acaso de picapedrero y Camorritos arriba subían hacia Siete Picos para escalar con un espíritu pionero sacado probablemente de cierto instinto que recorre al hombre desde el principio de los tiempos, lo desconocido, el reto de subir por aquellos peñascos, la curiosidad, y monte arriba descubrían ese nuevo sabor que la vida estaba a punto de regalarles. Uno puede ser aficionado a los libros de aventura, de montaña, hay quien se los merienda por docenas mes a mes, pero esos libros son otra cosa. ¿Los grandes héroes de la literatura? Aquiles, Odiseo, Héctor, Patroclo, Eneas… bien, pero presumo que existe un interesante material casi inédito que apenas ha tenido espacio en la literatura. Me refiero al de los héroes del final de la infancia, los que descubren el mundo inesperadamente subiendo un día a Montón de Trigo o la Maliciosa. Chavo contaba cómo un día a los doce años le dijo a su padre que iba a darse una vuelta por ese monte que se alzaba por ahí arriba, Montón de Trigo. Y subió, y se le hizo tarde y le cayó al regreso una bronca de su madre por tal locura. Y yo me le imagino solo a los doce años en terreno totalmente desconocido sobre la cumbre de Montón de Trigo mirando un tanto asombrado a su alrededor, la Mujer Muerta, la Peñota, la lejana sierra de Gredos. El parecido asombro que yo sentí la primera vez que viendo desde Madrid las montañas de Guadarrama me entraron ganas de subirlas. Y allí que nos fuimos Emiliano de Diego y yo como unos mallorys novatos camino de nuestro personal Everest. ¿Por dónde? Ni idea. Sólo recuerdo mi asombro en la cumbre de Maliciosa, esa sensación que debió de embargar al navegante que subido a la cofia de la Pinta avistó por primera vez las tierras de América. Y posteriormente, como un Odiseo que se echara a la mar sin conocimientos de navegación, sólo atraído por la música del mar o las sirenas, el largo descubrimiento del invierno en Gredos o una noche perdidos en la niebla del invierno en Guadarrama trajinando inesperadamente por salvar la vida con nieve hasta la coronilla, con dos caídas en las gélidas aguas nocturnas de dos abundantes arroyos. Hablábamos de los imprudentes de ahora que van al monte ayunos de ninguna experiencia y tocaba hablar también de nuestra imprudencia de entonces y de lo hermoso que fue, pese a nuestra bisoñez, poder seguir estando vivos para aprender el largo camino de aquellos sueños primeros.

Estamos tan rodeados de héroes, de grandes hazañas, de marica el último, de obsesión por ser los primeros en nosequé, que no se nos ocurre pensar en las sabrosas experiencias de aquellos primeros años, siempre experimentados con materiales tan primitivos como el hacha de sílex, con sacos de dormir de risa que te hacían castañear los dientes durante toda la noche en los inviernos de Gredos.

Es lógico que en salidas como las de hoy terminen apareciendo las batallitas y los daguerrotipos en la revuelta de cualquier sendero, así como las dolencias propias de la edad, sin embargo en las historias del pasado hay un punto, el de los primeros encuentros con la montaña, que bien merecerían la habilidad de un Miguel Delibes o Ana María Matute para ser narradas. Lástima, porque historias como las que contaba hoy Chavo y que yo he oído muchas veces de personas de nuestra edad, el asombro, esa intrepidez nacida tan temprano en un niño, el descubrimiento de la plenitud de la Naturaleza, el de nuestras propias posibilidades, cuadran con la gestación que el temprano hombre está haciendo de sí mismo. Muchos de nosotros, que celebrábamos hoy el XI aniversario de nuestro reencuentro, estoy convencido de que nos hicimos hombres (ojo, género de hombre: neutro, que con estas modernidades de cierto feminismo, pues eso), nos hicimos hombres y forjamos nuestra más estimada humanidad en nuestro encuentro con aquellas primeras montañas.

El sol ya se esfumó y las cumbres han empezado a recogerse sobre sí mismas dispuestas también ellas a recibir a la noche en silencio. No sé cuántos éramos hoy en la comida, pero aquello a ojo de buen cubero parecía acercarse al centenar de veteranos. Si alguien pudiera recoger una buena colección de historias como las que circulaban hoy por nuestro sector, Bernardo, Charly, Asun, Ángel, Chavo y Victoria, seguro que sería cosa digna de leer, que diría la santa de Ávila.

Mañana temprano a las ocho la mañana he quedado por aquí con Javier, Santiago Pino y Juanjo para hacer un largo recorrido, Cancho de los Muertos, Pajarito y la cuerda de las Milaneras. Para no perdernos en exceso contamos con Santiago, el experto en laberintos pedriceros. Un programa completo para celebrar esta primavera en donde las jaras ya han empezado a vestirse de fiesta con los pétalos de sus flores.

Es la hora de los grillos.

 

 

 

 


Noche en Peña Citores. Algo sobre la fidelidad

 



Peña Citores, 12 de abril de 2024

Ocupas mucho, me dice Victoria mientras prepara su vivac. Estamos en la cima de Peña Citores y aquí debe de haber espacio para que vivaqueen medio millón de personas, pero yo ocupo mucho, eso dice ella. A veces pienso que los sapiens somos unos animales extraordinariamente raros.

Arturo por encima de la línea de mis pies, la Osa Mayor encima a mi izquierda, Virgo a mi derecha y la Luna y Júpiter por el oeste. Con estas referencias y conociendo mis coordenadas ya puedo determinar en qué parte del universo me encuentro, un lugar al que algunos han dado en llamar parque de nosequé para a continuación convertirlo en una especie de propiedad privada regida por severas normas de tránsito y pernocta acordes con la estrecha mente de sus regidores. Pelillos a la mar mientras no nos molesten en exceso.

Bueno, pues cenamos, me quedé posición Tutamkamon dentro de su sarcófago y dos minutos después estaba sopa. Me despertó entrada la noche mi chica, que como consideró que yo ocupaba mucho la tenía encima y cada vez que se movía me despertaba. Terminé por desvelarme y al poco rato estaba pensando en cierta preciosidad de mujer con la que me había encontrado días antes y de cuya simpatía y ojos de miel había quedado prendado. Y, se sabe, que cuando uno se engancha a un pensamiento bonito, se acabó el sueño, los pensamientos se van por peteneras siguiendo el perfume de una mirada y ya es imposible dormirse.


Lo que pensé a continuación me dejó al borde de un interrogante, así que peor todavía. ¿Quién es capaz de dormirse con un interrogante en la cabeza y más aquí panza arriba contemplando las estrellas, el fenómeno infinito de los astros mirándote desde lo alto y diciéndote que los sapiens son unos tipos muy raros a juzgar por los dos millones de años que llevan observándoles desde otras galaxias. En este caso la rareza, que yo adivinaba en la límpida mirada del Universo pensando en lo que yo estaba pensando y como si éste nos contemplara siempre con un deje de perplejidad, se refería a la extrañeza que le producía que los sapiens, la mayoría, se hubieran autoimpuesto la fidelidad como quien se impone un cinturón de castidad cada vez que abandona el lecho de su pareja, esposa o compañera. Ese universo que me miraba desde allí arriba en esta madrugada era parecido al dios de los creyentes, algo parecido, porque evidentemente mi Universo estaba desprovisto de esa manía que le asalta al Dios de los católicos de querer ser amado sobre todas las cosas; vamos, como un niño pequeño que continuamente dependiera del amor materno; un dios en definitiva tan ególatra como para necesitar urgentemente de la visita al psiquiatra. No, este Universo que yo sentía y me interrogaba era acaso la constatación de la existencia, la energía que brota de eso que llamamos Vida con mayúsculas. Pues bien, lo que a éste, mi omnisciente Universo, le resultaba curioso era que los sapiens se hubieran autoimpuesto no sólo vivir con una sola mujer, o al revés, sino que además se impusieran a sí mismos no visitar el lecho de otras que no fueran sus parejas habituales. De modo que con tal disposición las cosas las llegaran a liar al punto de hacer anecdótica y contra natura la situación de alguien a quien gustándole las sapiens, y viceversa, de toda índole, se impone gustar y ser gustado exclusivamente por una. ¿Se comprendería la situación de un sapiens melómano apasionado por toda clase de música que se autoimpusiera después de determinado encuentro con el jazz o con la música de Bach prescindir de todas las otras músicas porque considerara que gustar y oír otras músicas sería traicionar a Bach o al tándem Duke Ellington/Ella Fitzgerald?

Sí, ya ¿y los celos qué?, diría alguno. Hombre, pues los celos… una enfermedad como la del que probado el cocido madrileño, ya teniendo el paladar para otras exquisiteces culinarias se dedica a comer cocido día y noche a lo largo de su vida. En fin, que eso de que el yo desee ser querido en exclusividad, pues que no, que bueno será para no crear excesivos conflictos de pareja y para atender durante un tiempo a los retoños que vaya dando la coyunta, pero que de ahí a hacer de la exclusividad un modo de vida, pues no, al menos que no en aquellos que además de gustarles la música de Bach aman otras clases de música; ello a no ser que realmente los enamorados de un primer momento sigan haciendo de esa fidelidad una yacija de amor y concordia de tan elevada condición como para que ello sea la conditio sine qua non sin la cual sus vidas perderían la mejor de sus gracias, en cuyo caso sería ofensivo hablar de fidelidad como si esto fuera un contrato ante notario, porque abriría la posibilidad de poner en cuestión la naturaleza de una relación que va mucho más allá del concepto contrato. Cuando una relación, por cierto una palabra poco afortunada, se funda sobre hondos sentimientos recíprocos y no sobre superficiales lazos de relación, la fidelidad como tal queda fuera de función porque la mutua interdependencia y la atracción mutua lo llenan todo hasta el punto de no dejar espacio posible a ningún otro tipo de aventura; la atracción mutua ha colmado hasta el borde la necesidad del otro.

Nuestro vivac en Citores al resguardo del viento

Así que si el concepto fidelidad salta al ruedo, será porque unos y otros se han autoimpuesto previamente una especie de seguro que, contraviniendo el orden natural de las cosas, deciden de por vida limitar el ámbito de sus roces. Es decir, dos se imponen un seguro mutuo porque sin él desconfiarían de que la relación fuera capaz de sobrevivir a la desmedida de la libertad que sería atender al llamado de nuestra condición humana. La necesidad de seguridad y de compromiso, con todo lo conveniente que pueda ser para la estabilidad de quien decide compartir su vida, no deja de ser un gran condicionante de su libertad. Peligroso es también caminar por las montañas, escalar, tantas actividades de riesgo que podemos hacer, pero la seguridad a toda costa, pues para quien la quiera; seguro que descafeinaría una parte importante de la vida.

Las cinco de la mañana. Queríamos levantarnos antes del alba para subir a Peñalara a ver amanecer, pero llevo semanas que durmiendo en el monte me despabilo tanto que luego no hay manera de madrugar. Y no, no lo llevo mal, que de tanto en tanto apago la pantalla, miro a lo alto y quedo siempre, siempre sorprendido por el universo del cielo al que tantas veces interrogo en mis noches de vivac y que a su vez él me interroga como hoy cuando desde su infinitud contempla esta mínima cosa que es el planeta Tierra y cae su mirada sobre este diminuto punto que soy yo perdido en la oscuridad profunda de la noche de unas montañas. Total, que el despertador ahí queda dispuesto a pitar unos minutos antes de que el sol se alce en el horizonte por si éste se presta a buen espectáculo, pero que con toda seguridad tras el alba volveré a quedar dormido como un lirón. Luego el lugar no es muy oportuno para ver amanecer, que justo queda el cerro de Dos Hermanas enfrente para impedírnoslo. Que otra cosa habría sido haber venido cargado con pico y pala y haber quitado del medio esa mole. Voy ayer si ahora, que ya me he desecho de encima eso que me rondaba de la fidelidad, el sueño viene a mí. Buenas noches.

Camino de Casa nos encontramos con Jesús Mogollón y Asunción

 

 


Gracias, Toti. Una mañana en Patones

 



El Chorrillo, 11 de abril de 2024

Historia de un día de volver a las andadas, aquellas de los veintitantos en que dejé la escalada empujado especialmente por dos factores, la muerte de mi compañera de cuerda en Alpes, mi querida Nena, mientras hacíamos una cresta que llevaba al Gran Zebrú, en el macizo del Ortles, un hecho que me dejó traumatizado por un tiempo, y dos, la inauguración de una vida familiar con el nacimiento enseguida de Guille, y más tarde el de los mellizos, Lucía y Mario. Encerrados en un pequeño pueblo de Asturias donde me destinaron de maestro, seguí haciendo montaña, pero la pasión por la escalada había desaparecido definitivamente. De esto hace medio siglo.

Cincuenta años después, ya con el invento de las redes da per tutto, un día conocí a Toti en FB; intercambiamos algunas líneas. Él, intentando orientarme, me decía que era de la generación que venía a rebufo de la mía. Quedamos en vernos en alguno de sus viajes desde el Pirineo a Madrid y después pasó el tiempo sin más. En el verano del 2021 andaba yo vivaqueando un día tras otro en cumbres del Pirineo, cuando descendiendo de mañana de la cima de peña Collarada, por encima de Canfranc, me sonó el teléfono. Era Toti desde Jaca. En un par de horas allí estaba, a la orilla del río Aragón, entusiasta, de hablar precipitado y ojos vivos, todo él lleno de músculos tras un breve abrazo, llenándome los oídos de la música de su pasión, incluida la dramática espera en los Mallos de Riglos, una historia que me emocionó y me llegó al fondo del alma. Yo me había encontrado previamente con mi amiga Nuria. Volvió a sonar el teléfono mientras charlábamos los tres y ahora era José Manuel Vinches llamando desde los baños de Panticosa. Una hora más tarde allí estábamos los tres con Jose y Pilar bebiendo cerveza alrededor de una mesa junto al Refugio de Piedra. Toti me había traído todo el equipo para que escalara con ellos, pero, eso, para mí la escalada hacía cincuenta años que había pasado a mejor vida. Es que mi pierna, es que… También quería que subiera con él en parapente: es que esto, es que lo otro… La verdad es que tenía encima un cague de mil demonios. Para mí esas cosas habían pasado a mejor vida mucho tiempo atrás. Quizás en la siguiente reencarnación, le dije.

Tres años más tarde me llega un guasap. Al día siguiente él y José Manuel habían quedado con un grupo de veteranos del Peñalara para hacer la clásica sur del Cancho de los Muertos. Ahí ya no pude decir que no. Probé y fui un hombre feliz volviendo a tocar con las yemas de los dedos el dorado granito de nuestra Pedriza.

Lo que siguió fue alguna conversación con Carlos (Soria) durante una comida, las palabras animosas de Pedro Mateo, el relato de Pedro Nicolás de su experiencia en rocóndromo en el Sputnik, pero especialmente ver cómo Carlos, el gran Carlos, salía poco a poco penosamente pero con un ánimo inquebrantable de su recuperación de la caída del Dhaulagiri. Y así yo, que cuando se acercaba cada verano venía últimamente poniendo en duda la posibilidad de volver a atravesar los Alpes por aquí y por allá durante dos meses o dos meses y medio, algo que llevo haciendo desde muchos años atrás, me ponía nervioso y me interrogaba si sería posible continuar y hasta cuándo; tánto como para estar a punto de decir: se acabó, ya mis piernas no dan para tantas cuestas, tánta soledad, tántas tormentas, tántos apasionados momentos que había vivido. Resignación.  


Bueno, pues que con todo este movimiento, el entusiasmo de Toti, el ánimo de José Manuel, el ejemplo de Carlos y otros amigos que estimulaban mi pasión a punto de sucumbir por efecto de la edad, la condropatía de rodilla, el dolor de piernas y ese sentimiento que se te echa encima de que ya eres muy mayor, etcétera, la moral se me fue subiendo a la cabeza como burbujas de champán al punto de que cuando ayer Toti me propuso ir a escalar a Patones, no sólo es que no me lo pensara dos veces, sino que acepté entusiasmado. A las diez y media estábamos esta mañana ya en el Bar Manolo de Patones al sol desayunando y hablando atropelladamente de esta mi nueva disposición.


Me quedan un par de meses para cumplir 76 años y en cierto modo mi vida ha dado un giro inesperado al punto de estar dispuesto a seguir las huellas de Carlos cueste lo que cueste, no para subir a ochomiles, que nunca fue lo mío, pero sí para enfrentar los días con entusiasmo y ganas de defender la salud y la puesta en forma caiga quien caiga. Si antes me aburrían los ejercicios de entrenamiento, ahora no es que hayan dejado de aburrirme, sino que además me sale de dentro un deseo permanente de pedalear, subir sacos de arena con los pies, hacer equilibrios o trepar cada tarde un rato sobre el rocódromo que me he construido en la fachada de mi casa.

Y qué decir de la suerte de tener al amigo Toti al lado, el mejor monitor que nadie puede encontrar para recuperar el pulso y el calor de esa pequeña aventura que consiste en subir por las paredes como las lagartijas. Yo miraba para arriba las paredes de Patones y la verdad es que no las tenía todas conmigo, pero que nada, nada. Aquello rigurosamente vertical, un extraplomo al final del largo. Lecciones técnicas de Toti, uso de la cuerda, de ese aparatejo con el que se asegura, grigrí o algo así, modo de progresar, pelvis hacia adelante, etcétera. Primero él y luego yo. Y allí estaba, y el mundo no se derrumbaba y aunque los gurejos eran pequeños, tanto como para no poder meter más que dos dedos y los resaltes para los pies eran mínimos, resultaba que pasito a pasito fui subiendo, un cazo aquí, una grieta allá y Toti desde abajo que hiciera esto o lo otro que empujara el culo hacia la pared, que quitara el mosquetón antes de avanzar. Y llegas al extraplomo y joder, que lo subo, que lo subo, y que lo que me parecía imposible desde abajo no sólo es posible sino que además lo disfruto.

Y volvemos a probar una pared más a la derecha y aunque estoy un poco nervioso, intento fijarme en lo que hay a mi alrededor por aquello que decía Rebuffat de que hay que caminar viendo crecer la hierba, y entonces a unos metros a la izquierda veo un manojillo de flores amarillas, y como ya me he tranquilizado un poco, le digo a Toti que me tenga tensa la cuerda, que voy a fotografiar las flores. Y entonces me acuerdo de Míriam García Pascual, la chica aquella de Bájame una estrella, ¿recordáis?, que cuenta en su libro que después de estar dos días escalando la pared del Gran Capitán del Yosemite, en una hendidura se encuentra con un sapillo, y allí mismo se pregunta por el cómo habría llegado al lugar, y le dedica entonces unos versos. Y mientras estoy allí disfrutando del vacío que se abre más abajo de mí entre mis piernas abiertas, me cuenta de Míriam que fue compañera de cordada de él en algún momento. Luego, cuando nos encontramos con Loren, Uge y José Maya, con quienes habíamos quedado a comer, hablaríamos de estas cosas, de lo descafeinada que se ha hecho la “aventura”, de lo excesivamente especializada al punto de que una generalidad de tanta gente que escala apenas ve más allá de donde pone los pies o las manos. Eso de que hablamos tantas veces, el placer de las pequeñas cosas, el sapillo de Miriam, la flores, los buitres que nos enseñaban Loren y Uge, tan cerca de ellos como para salir de un extraplomo y encontrarte allí uno haciendo guardia en la torreta de un castillo.

Y es que a la jornada no le faltó nada. Hubo que recoger el petate y tomar carretera adelante. Hacía tiempo que tenía ganas de conocer a Uge y a Loren y no quería perder la oportunidad de encontrarme con los urdidores de las mejores leyendas pedriceras, el reino de Loremba, del Brujo y sus aledaños. Charlamos apasionadamente frente a un cocido madrileño; pero esto se hace largo, quizás continúe esta crónica en otro momento.  


Noche en Cueva Valiente

 



Cueva Valiente, 4 de abril de 2024

Rutina número uno nada mas quedar instalado en el saco de dormir: olvidarse del viento, estirar las piernas al modo de Tutankamon en su sarcófago, cruzar los brazos y de inmediato, sin que medie más de un minuto quedar profundamente dormido, acunado por el cansancio de una larga caminata. Rutina número dos: despertar en medio de pequeños estremecimientos de placer tres horas más tarde, asomarte por la escotilla, comprobar que no hay amenaza de lluvia ni lobos por los alrededores, que las nubes que barrían el cielo del atardecer se han disipado. Bostezar, estirarte y mientras tanto pensar si sigues durmiendo o te despabilas. En cuyo caso entras en la rutina siguiente, la tercera: te despabilas, buscas el teléfono, las gafas, intentas una posición cómoda en la que los brazos no queden atorados por la postura algo encogida, enciendes el teléfono y te dispones a escribir. ¿El qué? Ni idea. Algo. En este punto me muero de curiosidad pensando en qué podrá ser lo que pueda escribir. Siempre me sorprende esto de que se te pase por la cabeza cualquier tontería, o unas pocas palabras y que ello me lleve a sumergirme rotundamente en algo inesperado.

Leía anoche en Lázaro Carreter, El dardo en la palabra, un artículo sobre la palabra “rutina”. Hablaba del mal empleo de la término leída en un periódico en donde según la prensa, la guardia civil en un registro rutinario había descubierto cierto alijo de droga. En este caso, decía, era hacer de menos el servicio del cuerpo, dado que la labor de la guardia civil no podía considerarse rutinaria. Discrepaba yo con el académico de la Lengua porque las rutinas constituyen casi siempre el armazón por el que encauzamos nuestros actos sean estos de una corporación policial o los que hace todo hijo de vecino desde que se levanta. Rutinas bienamadas que son la sal y la pimienta del hacer diario. Hablo de las rutinas del jubilado, no las del currante que se levanta a las cinco o a las seis de la mañana y tras quitarse las legañas y desayunar se dirige al cercanías o al metro y etcétera. Mis rutinas los días que me marcho al monte a pasar la noche bajo las estrellas son rutinas buenas. De las rutinas malas no hablo.

Saco la cabeza por el periscopio del saco. Han desaparecido las estrellas. Mosqueo. Lo mismo tengo que salir corriendo en medio de la noche y despertar a Iván para que me haga un hueco en el refugio. Iván también quería dormir fuera pero después consideró que las temperaturas estaban por debajo de las de confort de su saco y decidió pasar la noche en el refugio pese a las amenazas de las chinches, que decía que había y que yo no había notado la última vez que dormí en él.

Me encontré a Iván, un hombre joven de discreta barba, y a su mochila, una enorme como de pasar un mes en la montaña, a quince minutos de la cumbre. Iba un poco ahogado. Me paré a saludarle. ¿De dónde vienes?, me preguntó. Del embalse de la Jarosa. Sopló como si eso le pareciera un empeño imposible para él. Uf, es que esto me ha pillado en baja forma, dijo.

Anoche leía a Annemarie Schwarzenbach, Morir en Persia. Decía lo siguiente: “Persia no es un destino, es sobre todo una gran experiencia”. Me quedé pensativo cuando lo leí. Cerré los ojos y consideré la proposición. Cuando los abrí ya tenía en mente una nueva idea sobre los viajes y esto de subir o escalar montañas. Que los Alpes, las islas del Pacífico o una larga excursión por el Pirineo pudiera no ser un destino en sí sonaba a algo novedoso. No buscamos ir a lo hondo de las selvas de Nueva Guinea, a determinadas montañas en realidad, y es cierto, lo que buscamos siempre es una gran experiencia, una vivencia hermosa, la posibilidad de que los enanitos de nuestras sensaciones despierten. Acaso los destinos no existen en puridad y son simplemente el envoltorio con el que presentamos nuestra aspiración a nuevas experiencias y aventuras.

Annemarie Schwarzenbach es una mujer frágil de una enorme voluntad, sensible, con una vida interior profunda cuya lectura invita a  compadecerte de ella. Alguien de una extrema sensibilidad pero  destinada perpetuamente a la soledad y al sufrimiento. Su prosa, tantas veces deslumbrante, me conmueve. La veo sufrir allá a la sombra de Damavand, la montaña más alta de Irán, siempre paisajes áridos, inhumanos. Ella es arqueóloga, pero en sus libros la ves moverse de un lado a otro de Oriente Próximo, Rusia o Centro Asia. Sus momentos de depresión son como manchas de aceite expandiéndose de una parte a otra de su escritura. Hay un amor imposible, una mujer, pero ella muere sola, lejos. Un permanente desasosiego cruza su vida interior.

Cuando uno echa cuenta atrás en los derroteros de la memoria, más que encontrar hechos puntuales lo que la memoria acumula son experiencias notables, sean estas experiencias del alma o aquellas ligadas netamente a la aventura. Esos momentos críticos por los que pasaste, la belleza de un amanecer inenarrable por encima de los cuatro mil metros, una noche en una grieta de glaciar o colgando los pies sobre el vacío en una pared de Galayos, o una noche de invierno junto a los Tres Hermanitos iluminados por la rutilante luz de una luna sobre la que se cernía un sospecho círculo de nubes. ¿Tienen algo que ver esos momentos con lo que buscabas cuando te dirigías a las montañas? Probablemente no. Viajar o emprender largas jornadas de montaña es una búsqueda incierta de perfiles difusos. Ponemos un destino por delante, pero ello es un modo de buscar ciertas verdades que barruntas te van a asaltar a lo largo del viaje, a lo largo de semanas y semanas de caminar por valles y montañas. Nada que ver con un viaje organizado o un trekking  comprado en una agencia de viajes. La aventura está en lo incierto, lo importante no es el destino sino lo que media entre nosotros y el punto de llegada.

Ponte en camino que “lo demás se os dará por añadidura”. Los imprevistos que la aventura comporta, las sensaciones arreboladas alrededor de alguna circunstancia concreta. Eso y ser feliz  escalando una pared, como le sucedía el otro día al amigo Jose, que subía allá por las paredes de Alicante tarareando entre dientes una canción mientras aquí superaba una placa, allá una bavaresa. Glen Goold también tarareaba mientras interpretaba al piano alguna sonata de Bach.

Demócrito hacía elogio de la alegría como prueba de la veracidad de los sentimientos. Quien tararea mientras se ducha, escala o toca el piano, es una persona feliz. A lo mejor esa gran experiencia que encontramos cuando nos fijamos algunos destinos tienen algo que ver con ese ánimo volátil y despreocupado que nos induce a colgarnos de un estribillo venido de no sé donde que no nos deja ni a sol ni a sombra.

El relente ya ha dejado su marca de agua sobre mi saco de dormir. Pasada medianoche. Hora de dormir.


 

Epílogo

Dicen que mirar mucho el teléfono antes de dormir inhibe la melatonina. Algo así me sucedió a mí. Me lo tendré que pensar. El caso es que me desperté sobre las tres de la madrugada y no había manera, tanto que me vino a la cabeza el rocódromo y el arbódromo que me estoy construyendo en casa, quitando y poniendo presas, buscando un extraplomo en una rama, resolviendo cómo asegurar desde arriba en la pared usando un disipador; en fin, que me lié y tardé en pegar ojo. Sin embargo me desperté tres minutos antes de que sonara el despertador, siempre la esperanza de que se produzca el milagro (Bajo este párrafo pondré, con la venia del amigo Iván, uno de esos milagros que él sí pudo contemplar tiempo atrás). No hubo suerte, así que me encogí en el saco y seguí durmiendo hasta que ya fue imposible, porque si me dejo quedo sopa hasta el mediodía. El caso es que me estaba incorporando allá por las nueve y media cuando apareció Iván. Ya me estaba preocupando por ti, dijo a modo de buenos días. Pues bueno, que ahí no paró la cosa, que me levanto, recojo, me voy al refugio y el tío me tenía preparado un café con leche calentito. La leche… aquello de “Nunca fuera caballero /de damas tan bien servido / como fuera don Quijote / cuando de su aldea vino: / doncellas curaban dél; / princesas, del su rocino”.

Original de Iván. Verano de 2022

Charla matinal amena, sesión de fotografía y camino de vuelta ladera abajo. Pero a mí empezó a picarme la posibilidad de que la generosidad de Iván, ya manifiesta con su preocupación y su café con leche, quizás se prestara a llevarme hasta mi chozacar si le acompañaba hasta donde había dejado su coche, junto al camping de la Nava, un itinerario mucho más apetecible que la repetición del que ya había hecho el día anterior. Dicho y hecho. Arroyo abajo, el del Prado del Toril y más abajo aún, dejando a la izquierda Peñablanca y los riscos cercanos, recuerdos de arcanas escaladas allá por el final de los años sesenta, en dos o tres horas nos plantamos en destino. Una bella jornada, una inmejorable compañía y una afectuosa despedida después de rodear por el oeste la sierra en automóvil hasta el embalse de La Jarosa, donde curiosamente casi ayer me cruzo con los amigos del Navi que habían escogido su San Miércoles para recorrer la zona. Una pena no habernos encontrado. Gracias Iván por tu compañía y por el agradable rato de esta jornada.

 

 


Una noche en La Peñota

 


La Peñota, 19 de marzo de 2024

Ser parte del todo, las rocas, los líquenes, la bruma, esa media luna que apunta por encima de mi vivac. La sensación en este momento ya instalado en mi vivac. Un avión que cruza el cielo, el canto lejano de un carbonero garrapinos. Es necesario hacer el esfuerzo, cambiar el chip que nos tiene agarrados a la cotidianidad del mundo y sus noticias y recuperarse a sí mismo en las cumbres rodeados de los elementos primigenios que componen el planeta. Es necesario substraerse al ruido del mundo, al menos esta tarde, esta noche, mañana por la mañana porque en cuanto volvamos al mediodía al mundo de la insensatez y las miserias, el novio de la tal Ayuso, el Koldo, el caso Gürtel, la misérrima vida parlamentaria que propicia el PP, las mentiras, esa estupidez que recorre tantos sectores de la vida pública, estaremos perdidos, nos liaremos, nos liarán con discusiones del tres al cuarto y en menos que canta un gallo nos encontraremos discutiendo sobre la sexualidad de los ángeles. Sí, la necesidad de protegerse de la agresividad del medio en que vivimos, también de esas tantas cosas que tenemos que comprar o de dar suma importancia a tantos asuntos sin chicha ni limoná. Labor de limpieza esto de salir una vez por semana a dar una vuelta por las cumbres.

Por cierto que el otro día Ramón Portilla, que andaba por Sierra Nevada en un paraje desolado, decía que eran montañas sin alma. Algo le comenté en el sentido de que son precisamente esos lugares los que poseen todas las esencias del alma, donde se acrisola el espíritu, donde nos desposeemos de lo superfluo y encontramos grandes raciones de verdad. Me resultó raro en él, un amante de la belleza y las montañas, que escribiera sobre la ausencia del alma allá donde sólo las águilas y ocasionalmente el hombre aparecen. Y cuánto mejor si esa desolación fuera mayor y las masas no aparecieran por ella jamás. Los desiertos, la Antártida, los remotos lugares del planeta donde sólo de tanto en tanto pone el pie el hombre, destilan esa clase de verdad capaz de extraer de hombres y mujeres lo mejor de sí. Hermosa alma en cuya compañía se acrisola nuestro espíritu.

Hoy me desperté triste, nervioso. Debía de ser eso de la química y la física en que la amiga Dori el otro día ponía el énfasis al hablar de asuntos de pareja y sexo, que también, aunque sólo en parte, que no estaba yo muy de acuerdo con ella. Déjadme que me vaya de momento por las ramas, y es que en la reunión éramos trece en una mesa alargada y Dori y yo ocupábamos ambas cabeceras, con lo cual, a no ser que nos pusiéramos a gritar y los otros se callaran, imposible decirle a Dori por qué pensaba yo que no tenía razón, o por lo menos en parte, porque es que hablando de sexo se mezclaban aspectos muy dispares. Que haya mucho de física y química en el asunto, es claro, pero aún así demos gracias a esa física y a esa química que sirve tantas veces para conseguir fines mayores y amores para toda la vida. Que aunque la dopamina, la serotonina y otros neurotransmisores estén por ahí añadiendo  ternura, bienestar y pequeños cacillos de felicidad a la vida, no por ello la cosa deja de ser lo que es, esos momentos en que junto a otro cuerpo tocamos con las yemas de los dedos el cielo. Si hubiéramos podido sobreponernos a la distancia y nos hubieran dejado los otros afilar argumentos, seguro que habríamos llegado a un acuerdo. Lo mismo con las copas en alto habríamos brindado por la física y la química. La física y la química que hace que a las mujeres les apasionen los hombres y viceversa.

Me desperté triste, decía, y en eso pensaba, en la física y la química de Dori, porque ni yo había hecho nada malo ni estaba en la expectativa de lucrarme con las desgracias ajenas, y menos si hubiera sido tiempo de pandemia. Y tan nervioso estaba que no era capaz de instalar adecuadamente las nuevas presas que quería añadir al rocódromo que estoy construyendo en la fachada oeste de nuestra casa. Había perdido una llave alen del 8 y con el taladro aquello no chutaba e Intenté relajarme un poco escalando y evolucionando por la pared a poca distancia del suelo. Eso me dio un poco de ánimo. Yo que pensaba que ya no iba a escalar hasta la próxima reencarnación, verme a un metro del suelo como si estuviera en la oeste de la Aguja Negra o mejor en los mogotes de la pared Santillana, es que me ponía, sí, me ponía… Me bajé. Pero bueno, te vas o no te vas a la sierra hoy, me increpó uno de mis habituales enanitos. Pero si estoy pachucho, le dije, triste, malito, nervioso… Joder, era casi un acto de conmiseración; pero como el tal enanito me conoce, no tragó y casi me responde con una patada en el culo. Que si me conoce… por lo mucho que se engaña uno… Su observación me sonaba a aquello que cantaba Alfredo Kraus en un disco que me hacía oír mi abuelo, por el humo se sabe donde está el fuego… etcétera. Vamos, que no se me ocurrió rechistar, que de inmediato dejé el rocódromo a medias y me marché a preparar el macuto.

Se me pasó la neura por el camino. Salí de casa sin saber a donde iba. Quizás subir a Peña Lindera por Hoyo Cerrado, pero seguro que todavía quedaba nieve por allí, iba pensando. Y es que después de la pasada semana que quedé rotísimo habriendo huella en una nieve terrible… No, Peña Lindera para otro día, Hoyo Cerrado es un bello rincón de la Pedri; más adelante, cuando salgan los narcisos. ¿Entonces? Desde la carretera de La Coruña no se veía ni pijo, la sierra quedaba oculta por la bruma, así que cuando llegué a Villalba me fui a lo seguro, seguí por la autovía camino de La Peñota, que seguro allí no tendría que pisar nieve.

Subí de un tirón hasta el collado de Cerromalejo y allí sí, allí algo de nieve había, pero poca. Estaba tomándome un tentempié cuando a unos metros descubrí unos crocus recién brotados. Qué delicadeza la de estas flores tempranas. Me entretuve un rato intentando hacer una toma algo decente. Miraba a través del visor en la posición macro y mientras enfocaba, le decía al enanito quisquilloso que siempre me está dando la vara para que me sobreponga a mis ratos bajos: qué maravilla, ¿verdad?, ¿no te parece que es una maravilla que una cosa tan bonita pueda brotar así sin más de la tierra? Y naturalmente mi enanito se ríe, se ríe, porque sabe cuántas y cuántas veces un servidor se para a admirar la belleza de estas pequeñas criaturas con las que se tropieza siempre allá por los montes.

Hoy el paisaje ha salido de la cubeta del revelador en blanco y negro, una copia gris no demasiado bonita que hace que veas La Maliciosa, Siete Picos o La Mujer Muerta como a través de varias capas de muselina. La bruma se ha hecho reina y señora del lugar y ha desteñido la posibilidad de un atardecer algo vistoso. Así que hago unas fotos en la cumbre para acompañar mi habitual post, otra del vivac donde voy a pasar la noche y, a la piltra, como decíamos antes.

Sobre mi cabeza un cachito de luna y nada más. Y si me incorporo, el mundo de los sapiens a mis pies, hoy un poco desvaído. Voy a tratar de hacer alguna fotografía en esta noche de bruma a ver qué sale.












Vivac en las Torres (Pedriza)

 



Bajo las Torres de la Pedriza, 13 de marzo de 2024

Pensaba llegar a lo alto bajo las Torres para ver atardecer y me encontré en medio de la noche a oscuras con la nieve por encima de la rodilla siguiendo a ratos unas viejas huellas que iban erráticas de un lado a otro del bosque. La señal del GPS no iba demasiado lejos de la línea del sendero, pero la ausencia de cualquier señal, los brezos y la biblia en verso me habían dejado al arbitrio de la noche. Me negué a mí mismo a sacar la linterna, puesto que el atardecer se había marchado ya hacia rato, no había prisa y caminar a oscuras por aquel laberinto nevado era una experiencia digna. Hacía años que no experimentaba este tipo de circunstancias, así que era cosa de recordar viejos tiempos en que perderse era asunto bastante frecuente. Me habría servido cualquier lugar para pasar la noche. Apartar un poco de nieve, construir un pequeño nicho y punto. Había metido la pala en el coche con intención de subirla, pero al final olvidé cogerla, así que si hubiera sido necesario, manos y pies para qué os quiero. Hoy no iba a necesitar la tienda y me hacía gracia construirme un nicho en el único día que probablemente iba a tener oportunidad de dormir entre la nieve.

Caminar a trompicones en la oscuridad en una nieve que parecía que iba a tener y que de repente se venía abajo, no es que sea muy divertido. Con nieve recién caída sobre brezos o piornos siempre tienes la fiesta servida. Bueno, todo esto cuando se hizo de noche, porque antes lo cierto que este tramo de la Pedriza, arriba los Cuatro Caminos para alcanzar la Cuerda de las Milaneras y el collado de Prado Poyo, es de lo más bonito que tiene la Pedriza; y mira que hay rincones hermosos en nuestra Pedra, pero es que hoy era algo muy especial. Las nevadas de días atrás habían dejado un grueso manto de nieve y ahora ésta, transformada en torrentes y arroyos impetuosos, llenaban de ecos y músicas la precipitada violencia de su fragor. Hacía mucho tiempo que no recorría este sendero y subía sorprendido por su belleza y por este plus polifónico del agua que me acompañaba a lo largo del camino. Naturalmente de tanto en tanto el bosque se abría y allí abajo aparecían el paisaje familiar de siempre, esos riscos de toda la vida, conmigo vais, mi corazón os lleva, el Pájaro, la Muela, cancho Buitrón, el Cocodrilo…


Tengo la sensación de que alguien se enfada cuando digo que Machado hacía poesía de oído hablando de nuestro Guadarrama (por cierto, que pediría de favor que dejáramos de llamarla Parque Nacional del Guadarrama; no me suena, sabe a impostado, una guinda molesta sobre un pastel de nuestras querencias montanas. La Sierra, nuestra sierra, así, sin más. Que los bombos y los platillos le sobran a nuestras sencillas y queridas montañas, que lejos están de aspirar a convertirse en parque temático, que es lo que los administradores del Parque parecen estar buscando. Además, ya sabemos en qué para esa historia de parque nacional, en cuatro o cinco vándalos venidos de Marte dispuestos a llenar de prohibiciones nuestra sierra. Cierro paréntesis). Decía que Machado hace poesía de oído cuando escribe sobre el Guadarrama, algo que no le sucede a Unamuno, en su caso Gredos, que sí pateó aquella también nuestra sierra. A don Antonio sí que le hubiéramos deseado conocer a fondo nuestras montañas y Pedriza. Bien seguro que de aquel conocimiento habrían salido versos tan dignos y bellos como sus Campos de Castilla.

Tras esa visión de los riscos que fueron y son un paisaje tan familiar y cercano para todos nosotros, y pasado el cruce de los Cuatro Caminos, el sendero se enrisca, se hace barroco, pasa bajo grandes bloques, gigantones de granito que algún dios inspirado esculpió en tiempos remotos haciendo de esta parte de la Pedriza un hermoso rincón de piedra y fantasía, entre los que hoy cantaban abundantes arroyos de corta vida que compartían su canto con algún esporádico petirrojo.

Y así, poquito a poco empezó a languidecer la tarde, los riscos se pusieron su traje de caramelo, el bosque se cubrió de nieve y misterio, yo me hundí en la penumbra del pinar, se hizo de noche y entonces el caminante vagó en la oscuridad abriéndose trabajosamente paso entre la nieve y los brezos.

Arriba ya, entre la nieve encontré una rocas despejadas. Sopesé la posibilidad de que desde allí se viera amanecer, y como pensé que sí, descargué y antes de que me enfriara decidí hacer una sesión de fotos.

Tan sólo uno bajo cero a medianoche, pero ello no evita el relente. Mi saco ya está completamente mojado por fuera. Sobre mi cabeza, la Osa Mayor. ¿El panorama? El familiar de tantas veces, abajo la colmena ambarina con la que los sapiens han sembrado el llano madrileño y arriba ese firmamento que cada noche nos habla de nuestra extrema pequeñez.

Hora de dormir. Buenas noches.